sábado, 22 de enero de 2011

Bailando en la Oscuridad: The Black Swan

Natalie Portman evoca la belleza profunda, esa belleza que reniega de las exuberancias y la plasticidad, y que se funda, más bien, en la fragilidad de un rostro angelical y la tristeza de unos ojos inmensos. Una belleza que parece ser conscientemente efímera y a la vez imperecedera. Ella bien podría ser la musa de todos los poetas.


En The Black Swan (El Cisne Negro) de Darren Aronofsky, Portman explota esa belleza al máximo. Aquí es Nina, una bailarina de ballet que se esfuerza sobremanera para obtener el papel protagónico en El Lago de los Cisnes. Ella sabe que es perfecta para asumir el rol, todos los saben, y es elegida. Sin embargo, esa supuesta perfección no es suficiente y tiene que esforzarse mucho más si quiere que su performance sea la mejor. El papel implica una lucha interior entre lo apolíneo y lo dionisiaco: El cisne blanco frágil y diáfano y el cisne negro pasional e irascible. La perfección no es suficiente si es que los sentimientos no se sublevan. Sólo el conjuro de ambos, lo armonioso y lo explosivo, es la verdadera perfección de quien debe estar más allá del bien y del mal. Pero Nina debe hacer un largo recorrido interior para sacar ese lado oscuro que necesita.

La perfección, tema implacable, siempre lleva consigo, agazapado, a la obsesión, y este, a su vez, lleva consigo más profundamente, como una matrioska, a la locura. Este es el viaje del que seremos testigos viendo a la casi perfecta Nina sublevarse a sus demonios.




En esa lucha interior, Nina necesita hacer un espacio donde transformarse. Pero todos a su alrededor están sobre ella. Su madre dominante quiere disciplinarla, su director quiere poseerla, su compañera quiere usurparla. Por momentos el personaje es caricaturizado demasiado, como una pobre niña en tierra de lobos. Sin embargo, las bondades de la película pronto nos hacen olvidar estos excesos.

Entonces llega la locura y los momentos surrealistas, donde no podemos distinguir con certeza de quién es la sangre, los dolores físicos de los espirituales, ni la realidad de la pesadilla. Pero la locura no es el final, sino el comienzo. Con ella Aronofsky explora la liberación, la muerte y, de nuevo, la perfección como cuestiones casi indistinguibles. Quizá una enmascare a otra, quizá todas sean un sólo concepto o quizá simplemente una quimera.


Al final, en el escenario, aunque Nina sólo logró estar más allá del bien y del mal por unos minutos, dejó inmortalizada a Portman y su belleza sublime.