Descubrí a Portishead hace un año, mientras hacia un master en Política Internacional muy cerca a Bristol, de donde es la banda. Hay algo sublime en la conjunción de la voz triste de Beth Gibbons y la música electrónica pausada y rítmica que la acompaña. Portishead es de la familia de Massive Attack, Morcheeba o Björk, artistas inclasificables, que van del trip-hop hasta al rock industrial, haciendo flirteos con el blues y el jazz, en grados distintos, experimentales. No pretendo aquí hacer una “crítica musical” sobre alguno de los discos de Portishead, soy un lego en eso. Más bien pretendo escribir desde el corazón lo que una canción específica del grupo me hace sentir, una canción áspera, extraña pero mística al mismo tiempo: Machine Gun.
Machine Gun tiene una estructura y melodía muy confusa. Hay dos fuerzas sonoras: la voz resquebrajada, sollozante de Gibbons que podría imaginarse como moviéndose lenta y armoniosamente; y una percusión electrónica que irrumpe y se acerca agresivamente a ella, sin dar ninguna tregua, constituyéndose como su opuesto. Son dos fuerzas bien marcadas: una apolínea, delicada y diáfana que expresa con tranquilidad un sentimiento profundo, y otra dionisíaca, salvaje y vital, que no conoce reglas más que las que su propia fuerza impone.
Ambas fuerzas sonoras nunca se mezclan para hacer una sola armonía. No se cruzan, ni si quiera se rozan. Cada una avanza en su propia dimensión, pero, sin embargo, se siente que están muy cerca, que existen en un campo de atracción subyacente.
La voz triste canta que ha visto a un salvador acercarse a su camino en la luz fría del día, pero luego se da cuenta que está sola. La voz no sólo está triste, también teme. Teme estar sola consigo misma, y parece que piensa que las cosas serían distintas si es rescatada, “si el salvador podría ver su interior” y reconocer “el veneno que está en su corazón”. Pero no hay nadie y ella solo se siente “culpable por la voz que obedece”. La canción evoca entonces para mí, el temor a la soledad, más precisamente, el temor al vacío, que a su vez, es el temor a encontrarse con uno mismo.
La fuerza dionisíaca entonces podría ser no real, podría estar solo en la imaginación de la doliente y temerosa voz, a fuerza de escapar de sí misma. Al final de la canción irrumpe el sonido de un órgano que bien puede remembrar el apocalípsis o la salvación, en ambos casos, se trata de un final inminente.
No sabremos si la voz encontró lo que buscaba en su propio vacío o en algo o alguien más. Lo que es claro es que nosotros- los que la escuchamos- ya podemos salir del trance.